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Ya quedaba poco para llegar a la playa.
Trusky y sus amiguitos,
Tragón, Flufy y Flafy, cargados con cubos, paletas y una pelota,
seguían el sendero que les llevaría a la playa.
Flufy, Flafy y Tragón,
nunca habían visto el mar, y a Trusky le pareció una buena idea
hacer una excursión hasta allí.
–¿Y a qué podemos jugar en la playa? –preguntó Flufy.
–A muchas cosas –contestó alegre Trusky. Podemos hacer quesitos y castillos con la arena mojada, podemos jugar con las olas del mar...
–¿Quesitos de los de comer? –preguntó con las orejas en alto Tragón, que ya empezaba a relamerse pensando en la merienda.
–¡Noooo! –dijo Trusky riendo con ganas. Quesitos de arena.
Se mete arena mojada en un cubo, se aprieta mucho y se vuelca con cuidado, y al quitar el cubo, la arena parece un quesito.
El camino a la playa fue entretenido. Todos hablaban, ideaban juegos...
Por fin...
–¡Ahí está! –exclamó feliz Trusky.
Ya pisaban la arena y al frente estaba el azul e inmenso mar.
–¡Oh! ¡Qué bonito! –dijo Flafy mirando embelesada el mar.
–¡Ahí va! ¡Cuánta agua! –dijo asombrado Flufy.
Tragón paró en seco. Frunció el ceño, levantó una orejota, levantó la otra, miró al frente, luego a la izquierda, luego a la derecha, dio un paso atrás, y otro, y otro...
–Esto no va bien –pensaba mientras reculaba.
Si a mi no me gusta el agua, y el mar es más grande que una bañera...
¡Uy, uy, uy!
Sin pensarlo, Tragón echó a correr, pero la arena era blandita y Tragón se hundía en ella sin avanzar. Cada vez se hundía más y más...
De repente tuvo una idea genial.
–Si no puedo escapar, cavo un hoyo muy grande, muy grande, y me escondo del mar hasta la hora de volver a casa –pensó Tragón.
Y empezó a cavar, y a cavar...
Mientras tanto, Trusky extendía una sombrilla para protegerse del sol y les explicaba a Flufy y a Flafy, que hay que tener
cuidado con el mar, que nunca debían alejarse mucho
de la orilla y que a veces, el mar está tan bravo,
que no es aconsejable bañarse en él
.
Trusky hablaba con sus amiguitos y Tragón, cavaba y cavaba...
De pronto...
–¡He roto el mar! –gimió Tragón perplejo dejando de cavar de golpe.
Del enorme hoyo que había hecho, empezaba a brotar agua.
Tragón notaba como el agua
iba subiendo, así que empezó a echar
arena para tapar el
agujero.
Por fin, de un brinco, consiguió salir del hoyo.
Echó a correr sin
mirar a donde iba. Sólo quería huir del agua, cuando...
–Clac, clac, clac... Esta arena es nuestra. Si no te vas, te pinzaremos con nuestras conchas –dijo una almeja enfadada porque Tragón la había pisado sin querer.
Tragón daba brinquitos tratando de salir de aquel trocito de playa sin pisar a las almejas.
–Clac, clac, clac... –trataban de asustar las almejitas a Tragón.
–¡Uy! ¡Ay! ¡Oh! ¡Uf! –brincaba asustado Tragón tratando de salir de allí.
De pronto...
–No puede ser –pensó acongojado sin atreverse a abrir los ojos. ¿Esto que noto en las patitas es agua?
Tragón, en su huida de las almejas, brincó y brincó hasta llegar a la orilla del mar.
Armándose de valor, abrió un ojito, luego el otro, miró hacia abajo y...
–¡Estoy dentro del mar! ¡Ay! –pensó angustiado Tragón.
Tragón tenía tanto miedo al agua que no se atrevía a moverse.
Miró
al frente y lo que vio fue tremendo: ¡Una ola enorme venía hacia él!
Lo intentó, pero no tuvo tiempo de escapar:
La ola le bañó entero.
Tragón con las orejotas extendidas como si fueran remos y moviendo sin parar las patitas, nadaba y nadaba hacia la orilla.
Un pulpo que pasaba por allí, vio a Tragón y pensó:
¡Nunca había visto a un perro nadar con las orejas!
Tan asombrado quedó, que cuando se dio cuenta,
Tragón ya estaba encima de él.
El choque fue inevitable.
El pulpo, gritó.
Tragón, gritó.
Tragón abrió los ojos y vio otros ojos pegados a los suyos.
Los dos volvieron a gritar.
Por fin, Tragón hizo pie en la arena y echó a correr ciego de miedo y
ciego, porque el pulpo seguía pegado a su carota sin dejarle ver.
–¡Frena! ¡Paraaaaa! –le pedía el pulpo que se daba cuenta de que iban a chocar contra algo y se harían daño.
Tragón corría.
–¡Quítate de ahí! –le decía Tragón al pulpo.
Al final, pasó lo inevitable. Una pequeña duna se cruzó en su camino.
Tragón cayó encima del pulpo.
Este protestó.
–¡Levantaaaa! –pedía el pulpo. ¡Pesas muchooooo!
Tragón asustado, se levantó y reculó, y reculó, y...
Y de repente...
¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!
La sombrilla que Trusky había
clavado en la arena,
acabó en el suelo.
Tragón, en
su loca carrera por
escapar del pulpo y del mar,
chocó contra ella.
–Tragón, ¿qué te ocurre? –preguntó Trusky extrañada.
¿Qué haces con un pulpo en la carita?
–¡Quítamelo! –suplicaba Tragón.
–¡Quítamelo! –suplicaba el pulpo.
Trusky no salía de su asombro.
–Tranquilos. Si estáis quietos os podré separar –dijo Trusky.
Por primera vez, Tragón y el pulpo se pusieron de acuerdo.
Se
quedaron muy quietos y así fue como Trusky, con mucho cuidado,
pudo separarlos.
–¿Me lleváis al mar? –preguntó el pulpo aún temblando del susto.
Trusky lo acercó a la orilla y el pulpo retomó su rumbo.
–Tragón, ¿te has hecho pupa? ¿Qué ha pasado? Estás mojado.
¿Te has bañado en un charquito del mar? –le preguntó cariñosa Trusky.
–¡Hum! Es una larga historia. ¿Nos vamos a casa? –preguntó Tragón con voz lastimera.
Trusky secó a Tragón con una gran toalla, y como ya se hacía tarde, merendaron, recogieron sus cosas, tiraron a la basura las bolsas vacías de la merienda para no ensuciar la playa, y emprendieron el regreso a casa.
El camino a casa fue divertido.
Todos hablaban de lo bien que lo
habían pasado.
Todos menos uno.
Tragón dormía como un bebé en el cuello de Trusky.
Estaba agotado. Había sido un día muy duro y muy, muy largo.
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